Los Kazajos, cetreros milenarios.
Aún no despuntan las primeras luces del día. En la penumbra, Nergüi distingue a su madre avivando el pequeño fuego con el que calentará el té, que junto con algo de queso y yogur, formará parte del desayuno de esa mañana. Su padre ya hace rato que anda despierto. Nergüi no ha podido pegar ojo en toda la noche, y acurrucado en su pequeño refugio de pieles nocturno, oye cómo su padre ensilla los caballos. Hoy es el gran día. Hoy Nergüi, el menor de 7 hermanos cumple 13 años. Hoy su padre le ayudará a ser parte de una de las tradiciones más ancestrales de su pueblo, los Kazajos.
Los kazajos, u hombres libres, es una etnia seminómada del norte de Asia Central. Con sus más de 100.000 integrantes son la mayor minoría étnica de Mongolia. Fuertemente estructurados por roles de género tradicionales -los hombres cazan y las mujeres se hacen cargo de los niños y cocinan- estos descendientes de Gengis Khan, llegaron hasta las montañas doradas del Altái huyendo de la guerra que enfrentó diferentes etnias tribales del norte de Asia central hace ya unos 400 años (S.XVII). Allí encontraron un territorio con pastos suficientes como para alimentar a sus enormes rebaños de yaks, ovejas y cabras, y el lugar donde darían continuidad a una tradición milenaria, aún viva. La cetrería, esa conjunción perfecta entre el hombre y el águila para cazar juntos.
Aunque en invierno las temperaturas de esta provincia en el extremo occidental de Mongolia pueden alcanzar los -40ª, hace pocos días que ha llegado el verano. Y el clima cada vez es más suave y benévolo. Aún así las frías estepas siempre son un lugar duro y solitario para vivir. Quizá eso haya ayudado a que este pueblo haya mantenidos vivas sus costumbres. Pero el pequeño Nergüi no lo cambiaría por nada. A sus 13 años éste es su mundo, su hogar y no puede haber nada mejor q eso. Y más hoy.
Con los caballos ya cargados con los pocos víveres que su madre les ha preparado, Nergüi y su padre salen en búsqueda de su primera águila. Un cosquilleo recorre todo su cuerpo, esa mezcla de emoción y nerviosismo por saber que se convertirá en uno de los pocos Berkutchis que ha día de hoy quedan en Mongolia.
Apenas unos 300 hombres continúan cazando con águila tal y como se hacía hace miles de años sus antepasado. La Unesco ha introducido esta práctica en su lista de tradiciones en peligro.
Han pasado parte de la mañana para llegar hasta las cumbres donde se encuentran los nidos de las Águilas Doradas, las preferida por estos pastores nómadas. Ahora deben encontrar uno en el que se encuentren polluelos y, a ser posible, hembras, pues éstas son más agresivas que los machos y además tiene mayor tamaño, pudiendo alcanzar los 7 kg de peso y los 2 metros y medio de envergadura.
El adiestramiento del águila empezará tan pronto como Nergüi y su padre capturen el polluelo. Después le espera un duro trabajo diario que se prolongará durante los 7 primeros años de vida del animal. Cada día Nergüi deberá sacrificar sueño y tiempo para estrechar vínculos con su nueva amiga. Dormirán juntos, la acunará con canciones, la alimentará con sus propias manos hasta que reconozca su voz y aprenda a obedecerle a él y a nadie más que a él.
Durante todo este tiempo, el águila llevará una caperuza que los Berkutchis llaman “tomaga” con la que la mantendrán tranquila y aislada de cualquier distracción. Una vez el ave alcanza su madurez, llega una de las grandes pruebas, distinguir las pieles y los olores de los animales que deberá cazar. Además se la instruirá para seguir dos órdenes básica, el shahiru y la sirga. El Shahiru no deja de ser una pata de conejo que el Berkutchis utiliza como cebo para llamar al águila a su brazo y la sirga, una piel de liebre o zorro rellena que es arrastrada por el caballo y que simula el movimiento de la presa. Con el el águila aprende que su premio no es la presa en sí, sino el shahiru o pata de conejo que el Berkutchis lleva en la mano, dejando así la captura libre para el cetrero. Sólo, cuando sea capaz de eso, estará preparada para sus primeras salidas.
Ha pasado el tiempo y poco queda de ese niño de 13 años que salió en búsqueda de su primer polluelo de águila salvo la emoción, esa misma emoción que sintió al alejarse de su yurta acompañado de su padre. Aunque hoy lo hace en compañía de otros Berkutchis. Es el primer día que encumbrará las cimas del Altái para cazar con su gran aliada. Ataviado con pieles para protegerse del gélido invierno, y con su compañera descansando en en su guante de cuero reforzado con el que cubre casi la totalidad de su brazo, avanza en grupo mientras el viento ondea las crines de sus caballos y, las plumas de búho real, con las que ha adornado el lomo del águila y su gorro como señal de respeto y para pedir la protección de los espíritus.
Ya se encuentran en la cima, desde allí pueden divisar el blanco valle a sus pies. Ahora sólo cabe esperar que aparezca un zorro o una liebre para que Nergüi entone la señal de caza. Y allí está, Nergüi canta y lanza a su gran compañera en un ataque preciso y certero hacia su presa. Ningún animal de estas frías regiones es capaz de sobrevivir al mortífero ataque de un águila dorada. Así que Nergüi y sus amigos cetreros descienden veloces con sus caballos para rescatar la presa que exhibirán en sus monturas. Han tenido éxito.
Antes del atardecer regresan al poblado donde todos les esperan para celebrar la cacería. Hoy hay una gran fiesta en la yurta de la familia de Nergüi. Se celebra que una nueva piel dará abrigo a un miembro de la comunidad y se cenará yogur, carne seca, queso y té que las mujeres han preparado. Se canta, se ríe al calor de la lumbre que a la vez ilumina la yurta, y por último se brinda con vodka, dando así continuidad a una de las tradiciones vivas más antiguas de la tierra.
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